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Y acá, de verdad, ¿quién manda?


Publicado el : 18 de Febrero de 2015

En : Prensa

Por Pablo Bartol, profesor del IEEM

Poder y autoridad es un binomio conflictivo que se enfrenta con frecuencia queriendo dilucidar quién de verdad manda en una organización: si el que detenta un cargo o el que tiene el reconocimiento de los dirigidos.

Según los talentos que le hayan tocado a cada uno será la respuesta a quién manda. Pero, en realidad, el tema es cuando el que tiene autoridad le hace sentir al que tiene poder, que las resistencias de los dirigidos están mostrando a las claras quién es el que manda.

Los organigramas son un bonito formato para indicar quién tiene la autoridad formal, es decir, el poder. La autoridad informal en cambio es esquiva a los papeles. Se escabulle por los corredores, se aparece en la ruidosa cantina, asoma su talante en las reuniones donde se corta el bacalao y finalmente arrincona con su inesperada presencia a quien tiene la tarjeta con el nombre más pomposo.

Contaba Lee Iacocca de sus años como director de Ford que una frase habitual de Henry Ford II para responder a su pregunta de “¿y por qué su opción debe imponerse sobre la mía?”, la lacónica respuesta era: “Porque el nombre que está escrito a la entrada del edificio es el mío”. Olé.

Las fuentes del poder

Para los que no tienen el apellido tallado en la entrada de la empresa, ni tienen una gran autoridad informal ya que sus talentos son los normales, se les plantea habitualmente el desafío de encontrar fuentes de poder a las que apelar sin caer en la frase hueca y defensiva: “Porque acá mando yo”.

Entre las muchas fuentes de poder a las que apelar en esos casos rescato tres por su efectividad más que por su glamour: calentar la silla, mover los hilos y pararse en el medio de la cancha.

Calentar la silla

Este es un clásico del que se sabe un “inteligencia media” y apela a ser el que siempre está. Otros son más inteligentes, tienen más llegada entre la gente en la empresa, o son de verdadera confianza del directorio, pero cuando hay que estar, no están. Se distraen, se van a jugar al golf, se toman reiteradas vacaciones, y esto los tiene a cierta distancia de los problemas y entonces cuando hay que tomar la decisión no están.

Ahí aparece el constante, el perseverante, el que no se rinde y siempre está. La gente lo mira a él entonces no por lúcido sino porque es el que está y tiene la autoridad suficiente para tomar la decisión cuando los demás no están. Incluso los que no están a veces es porque son tan buenos que están en muchos directorios, dan muchas conferencias o impulsan nobles iniciativas, pero eso los mantiene alejados de la acción y es entonces que aparece el que no brilla pero sí manda. Cuando había que estar, estaba. Y cuando está solo, manda y no espera.

Mover los hilos

Otra estrategia para mandar cuando no se nace con estrellas es saber mover los hilos. Esta habilidad es muy sutil. Propia de los muy observadores, los calmos, los que no se inmutan cuando empieza el chisporroteo entre los que mandan. Saben mantener la cabeza fría y buscar las soluciones mientras el resto está concentrado en pensar cómo bloquear las soluciones de los demás.

Suelen florecer en empresas llenas de conflicto. Los que mandan en los papeles están levantando barricadas y hablando con abogados mientras que ellos tejen en silencio las soluciones hablando con unos y con otros. Y así llegan a tomar las decisiones más importantes porque los otros están que no se hablan entre sí y por lo tanto lo necesitan como interlocutor para que la organización no quede paralizada. Y el que hace de intérprete, traduce a su gusto. Dicen que proponen esto, la respuesta fue tal cosa y así va imponiendo y mandando según su gusto ya que los demás quedaron imposibilitados.

Pararse en el medio de la cancha

Saber cómo pararse frente a los problemas es otra de las fuentes de poder que no se debe despreciar. Muchos que no son tan ocurrentes ni tienen una personalidad avasallante, terminan siendo los que mandan por el simple procedimiento de saber en qué lugar ponerse. En cambio, hay otros que parecen tener un imán con los problemas tontos. Se enredan, pierden tiempo, movilizan legiones por temas secundarios y entonces cuando es hora de estar en lo importante, están desgastados. Ahí aparece fresquito el directivo que supo estar en lo central, le da dos palmadas al agotado superejecutivo y le dice: “Andá tranquilo que de esto me encargo yo”.

La distancia ideal con el problema para saber dimensionarlo, para saber si la búsqueda de su solución me hace crecer o me enreda en mil peleas inútiles que me alejan de la toma de decisiones importantes, es clave para poder mandar.

Saber elegir las reuniones en las que estar y en las que no, cuándo poner la cara y cuándo mandar alguien al frente, cuándo abrazarse a un tema y cuándo dejarlo caer del escritorio, son habilidades que resumo en la idea de pararse en el medio de la cancha.

Y… ¿para qué mandar?

Pero todo este circunloquio sobre cómo ser el que al final manda y manda, puede llevar a alguno a preguntarse: y… ¿para qué mandar? Mandar es lindo cuando se tiene buenas ideas. Ideas que por su belleza merecen ser llevadas a la práctica. Y una vez visto el buen resultado que me había imaginado, tener el disfrute interior de decir, “yo sabía que iba a pasar esto”.

Además, mandar sirve para crecer como directivo. Si no mando, no aprendo. El que corta el bacalao progresa y los que obedecen pierden la perspectiva de las soluciones. Pierden capacidad de comparar causas con efectos y sacar conclusiones. Y como dirigir es una tarea del mundo de lo concreto, solo puedo aprender haciendo. No hay teoría, es puro hacer y comprender.

Por eso es común que los directivos experimentados al hablar de gente con buenas ideas pero que no han podido mandar y llevarlas a la práctica, digan de ellos que “les falta boliche”. Y más que referirse a una falta de capacidad, se refieren a una falta aprendizaje. Y más aún, a una falta de disfrute.

Publicado en Café & Negocios, El Observador, 18 de febrero de 2015. Caricatura: Salvatore


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