Por Pablo Regent, decano del IEEM
Los pueblos, los empleados, los miembros de un grupo, todos pueden caer en los espejismos de sus gobernantes, jefes o líderes. ¿Es difícil ver la realidad o ni nos la cuestionamos?
Una fábula muy conocida cuenta que un rey que vivía en un reino muy lejano gustaba de vestirse con las mejores galas que se pudieran conseguir. Con tal fin enviaba a sus pregoneros a recorrer el reino y los circundantes prometiendo recompensas enormes a aquel que le suministrara vestidos que colmaran su gusto.
Como en toda buena fábula, la crueldad del tirano se manifestaba de una forma cínica. Si el sastre en cuestión entregaba algo que disgustaba al monarca, aquel no solo no recibía la recompensa, sino que terminaba ajusticiado. No es raro que luego de un tiempo no quedaran modistos deseosos de presentar sus obras. Algunos por haber perdido la cabeza y otros por simple prudencia. Mas un día apareció por el palacio un joven y pobre sastre. Pidió para ver al rey pues tenía un vestido tan magnífico que estaba seguro de que su majestad lo aprobaría con entusiasmo. El rey, curioso, recibió al joven. Ante su sorpresa, el sastre estiró sus brazos vacíos indicándole que tomara el vestido que le había traído. Antes de que el rey reaccionara, el sastre explicó que el vestido en cuestión era tan extraordinario que solo los hombres más virtuosos e inteligentes podían verlo, quedando velado a los ojos del común de los mortales. El rey mordió el anzuelo. Además de hedonista era soberbio, y si bien no veía nada en los brazos del sastre, reconocer tal cosa lo identificaría con un hombre llano. Por lo tanto, fue a su cuarto, se desnudó y se puso el vestido invisible. Obviamente que cuando comenzó a caminar por el palacio todo el mundo lo veía desnudo, pero nadie se animaba a decirlo, así que el sastre cobró la recompensa y ni lerdo ni perezoso desapareció de la comarca.
Pasado un tiempo, mientras el rey paseaba desnudo delante de todos sus súbditos que para no ser menos alababan la belleza de las vestes reales, alguien gritó —seguro un niño—, “¡el rey va desnudo!”. Como por arte de magia, todos comprendieron que así era, y del estupor pasaron a la risa, la carcajada y, finalmente, al abucheo. Entonces el rey se dio cuenta de que había hecho el papel de tonto, más aún, descubrió lo que con temor siempre supuso: que era un tonto.
Lo anterior no viene al caso en lo que hace al rey, sino al pueblo. Todos se daban cuenta de lo que veían, el rey estaba en cueros. Aunque esto era evidente a sus ojos, el simple hecho de que la autoridad fuera por la vida como si muy vestido estuviera los impresionaba demasiado. Influía mucho que el monarca mostrara una actitud de condescendiente desprecio hacia aquellos que lo miraban enfundados en pobres prendas. Esto los llevaba a aceptar primero, y convencerse después, de que ellos estaban equivocados, de que lo que su vista les mostraba debía ser un espejismo o, peor aún, que eran tontos y por eso no veían lo que el propio rey y todos los demás del pueblo sí podían percibir. Y así, cuando el niño gritó la verdad, se sumaron a la risa y a la burla, no tanto por reírse de su rey, sino por esconder la vergüenza que su propia estupidez y cobardía les hacía sentir en lo más íntimo.
La fábula uruguaya
En el siglo XXI, en nuestra pequeña comarca, afortunadamente no tenemos rey soberbio y tonto. Pero sí quizás podemos estar cayendo, como pueblo, en el espejismo de la fábula. Cuántas cosas que pasan a nuestro alrededor nos rompen los ojos como insensateces, falta de criterio, deshonestidad o simple tontería. Mas las aceptamos, a veces hasta las justificamos y, en el mejor de los casos, como mínimo, nos llamamos al silencio para evitar problemas y ser tachados con vaya a saber uno cuál adjetivo denigrante. Sin embargo, si el rey va desnudo, desnudo está, pues la realidad no es mágica.
Un pueblo inteligente y valiente, que mantenga la sana costumbre de ver en sus líderes solo servidores que al propio pueblo deben rendir cuentas no es algo tan extraño. Sin embargo, si se baja la guardia, esta sana cultura comienza a deteriorarse, escondiéndose en falsas actitudes tolerantes, cuando en realidad son simples y llanas abdicaciones.
Al leer estas líneas hay que cuidar de no caer en otra falacia. La de solo pensar que esto sucede en la relación entre pueblo y gobernantes. Nada más equivocado. Difícil que suceda en el ámbito político si antes no ha cuajado para mal en ambientes más mediatos, como el trabajo, el club, el sindicato, la academia e incluso (qué triste) la propia familia.
Nunca debemos olvidar que nosotros, en lo que nos toca como “súbditos” de la entidad que sea, somos los que permitimos con nuestra anomia que quienes mandan así se comporten. Al menos hay que estar atentos para reaccionar si alguien grita. Cierto que a veces el grito puede llegar muy tarde.
Publicado en Café & Negocios, El Observador, 28 de junio de 2017. Caricatura: Salvatore