Por Patricia Otero, profesora del IEEM
Desde hace ya mucho tiempo, el tema de la motivación está sobre la mesa del directivo; es decir, el hecho de lograr que el equipo esté motivado forma parte del quehacer de quien lidera un grupo de personas.
Como profesora de Sistemas de Control, es algo que me resulta extremadamente relevante. Si al final el desvelo es lograr alineamiento, ¿cómo lograr esta motivación en la gente? En términos de Merchant, ¿cómo lograr que la gente quiera hacer lo que tiene que hacer? En esa búsqueda, encontré a una antropóloga española, Izanami Martínez, que profundizó en el estudio de la motivación con base en la neurociencia.
Según su investigación, la motivación no es algo que uno pueda alcanzar “poniéndole ganas” solamente, ni es algo que se genere por fuerza de voluntad. La motivación es un fenómeno biológico y, por eso, no puede controlarse de esa manera.
Entonces, ¿cómo se hace? Cuando nos enfrentamos a alguna tarea, el nivel de motivación que tenemos es el reflejo directo de la importancia que nuestro cerebro asigna a esa tarea. A través de la motivación, el cerebro nos asegura de que estamos concentrando nuestra atención y nuestros recursos físicos y mentales hacia una intención productiva.
¿Y cómo hace el cerebro para saber cuándo es necesario hacer algo? Cuando aparecen los tres detonantes de la motivación: el miedo, el placer o el propósito.
Debo confesar que me sorprendió pensar a la motivación como algo biológico, pero les comparto las conclusiones, pues creo que son muy importantes para la tarea de cualquier directivo.
Los detonantes de la motivación
1. El miedo
Sin lugar a dudas, el miedo es un poderoso motivador. Las cosas que hacemos por miedo las hacemos rápido, dándolo todo, sin perder la atención y bloqueando cualquier otra tarea. En la era de las cavernas, nos “motivábamos” a correr si veíamos a un tigre cerca. En el siglo XXI y en el ámbito laboral, ya no es un tigre que nos corre, sino plazos impostergables, contratos que deben cerrarse hoy, proyectos que deben completarse antes del fin de semana. Para quienes, como yo, tienden a procrastinar, el miedo puede ser un gran motivador: armar esa presentación para mañana, me ayuda a pensarla y a crearla en tiempo récord. Sin embargo, esta motivación tiene un costo alto para el organismo. La producción constante de adrenalina, noradrenalina y cortisol nos ayudan a “correr” para cumplir, pero desequilibran el funcionamiento general del cuerpo. El miedo, si se hace crónico, nos limita y nos agota, es por eso que no puede ser nuestro motor principal.
2. El placer
Esta fuente se activa cuando el cerebro detecta una situación que debemos aprovechar. Si lo que estamos haciendo es bueno para nuestra supervivencia o la continuidad de la especie, el cerebro nos recompensa con placer. El placer es un detonante de acción, nos mueve y nos empuja a aprovechar la circunstancia. Biológicamente estamos incentivados a comer, a reproducirnos y a socializar. El cerebro nos recompensa con placer, para asegurarse de que hagamos esto de manera efectiva, creando una adicción natural que nos motiva a repetir estos comportamientos. En el trabajo, el placer puede venir del reconocimiento de los que nos rodean, de conseguir un aumento de sueldo, un ascenso, o de pasar un rato con nuestros compañeros en la oficina. Completar tareas también nos da placer, nos hace liberar dopamina y nos incentiva a hacer más. Ahora, el disfrute que viene del placer es efímero y nos deja con ganas de más. Un ejemplo es que el impulso que nos deja un aumento de sueldo no dura más de seis meses. En realidad, la motivación más duradera en el trabajo proviene del placer que nos dan la colaboración, la comunicación y las relaciones interpersonales.
3. El propósito
Así como el miedo y el placer tienen un porqué evolutivo y biológico, el propósito también lo tiene. Trabajar hacia un propósito definido nos motiva de manera imparable. El propósito nos impulsa a crear lo que no existe con un objetivo claro y nos premia con lo que Aristóteles llamaba la eudaimonia (felicidad). El propósito nos motiva a desarrollar la extraordinaria capacidad que nos hace humanos: la capacidad creativa, esencial para transformar el mundo y hacerlo evolucionar. Cuando logramos conectar con nuestro propósito, dejamos el modo reactivo y pasamos al modo activo, trascendiendo lo instintivo.
En definitiva, tener claro el funcionamiento “tras bambalinas” de la motivación puede ayudarnos a crear mecanismos más efectivos en la organización. Como se desprende de todo lo anterior, el dinero, como mecanismo para despertar la motivación, no es más que un mecanismo cortoplacista. Como decía Herzberg, genera movimiento, más nunca motivación. ¿Queremos generar placer? Creemos entornos de trabajo saludables que fomenten la colaboración, el trabajo en equipo y las buenas relaciones.
También queda claro que el miedo genera resultados en muchas ocasiones, pero no es sostenible como forma de motivar a las personas. Se pueden estar logrando resultados en base a este mecanismo, sin embargo, en el juego largo no tiene sentido, pues estaremos dañando a las personas y a la organización.
¿Qué podemos hacer para impulsar a las personas a través del propósito? Sin duda, dotar de significado al trabajo marca una gran diferencia. No importa cuál sea la tarea, siempre es posible encontrar un propósito mayor que nos conecte con algo trascendental. Vincular a cada individuo con el propósito general de la empresa, así como con el propósito específico de su rol, fomenta la creatividad, el compromiso y la disposición para dar esa “milla extra”, sencillamente porque creerá en lo que hace. Vale la pena intentarlo.