Por Inés Prosper, profesora del IEEM
La tentación de evitar una decisión importante es una experiencia que todos conocemos. En épocas electorales, como la que vivimos actualmente, evitar esa decisión se traduce en no votar a ninguno de los candidatos. En particular, en el contexto de una campaña que ha despertado poco entusiasmo, a la que muchos han denominado “campaña apática”, la proporción de quienes no quieren decidir entre los candidatos tiende a crecer. “Ninguno me convence, así que no votaré a nadie”. Este tipo de declaración reconoce la importancia del voto, pero lo utiliza para marcar una postura de descontento, en lugar de usarlo para mejorar las posibilidades de un futuro más próspero.
Sin embargo, la realidad del contexto democrático actual de nuestro país marca que, al final del día, un presidente será elegido. Uno de los candidatos actuales. Uno que no fue votado por quienes eligieron no decidir.
Al evitar esta decisión, en realidad estamos tomando otra: delegarla. ¿Es incorrecto delegar una decisión? Como siempre, depende. Depende de a quién se delegue, si se hace porque se considera que otra persona puede resolver mejor o porque es necesario que el decisor principal se concentre en otros asuntos de mayor importancia. Pero hay un punto fundamental: delegar conscientemente y no por omisión. ¿Cuál es el caso de quienes optan por abstenerse? ¿Lo hacen porque consideran que el resto del cuerpo electoral sabrá decidir mejor que ellos?
Ahora bien, las elecciones presidenciales no constituyen el único contexto en el que surge la tentación de renunciar a la toma de decisiones. A nivel familiar, por ejemplo, cuando hay que resolver el cuidado de un familiar mayor, posponer la decisión evita un enfrentamiento con otros miembros de la familia. Nuevamente, se decide no decidir; mientras tanto, el familiar no recibe la atención que podría necesitar, sino la que las circunstancias o la continuidad dictan. De nuevo, la decisión se delega, pero no necesariamente de forma consciente: “Si yo no inicio esta conversación, otro lo hará”. ¿Lo hará? ¿Lo hará mejor? ¿Sabrá cómo abordar el tema? ¿O también evitará el diálogo y tomará la decisión que le parezca más adecuada, sin consultar? ¿Será esta la mejor opción?
A nivel laboral, ¿qué implica no decidir?
Primero, si el puesto que ocupamos conlleva algún grado de decisión, no decidir implica no cumplir con lo que se espera de nosotros y, por ende, redunda en trabajar mal. Tomar decisiones apresuradas también es trabajar mal, pero eso no justifica el evitar decidir. Decidir de forma prudente es parte esencial de cumplir con el rol de trabajo que se nos ha asignado.
Asimismo, no decidir implica destruir confianza. La confianza es fundamental para el buen funcionamiento, no solo de las empresas, sino de toda la sociedad. Si mis colegas no pueden confiar en que haré mi trabajo, ¿qué valor estoy aportando? Así, se quiebra la confianza que mi jefe depositó en mí, pero también la de todo el equipo, que necesita que cada miembro cumpla su función para poder cumplir con la suya.
En el caso de un directivo, el impacto de evitar las decisiones es aún mayor, ya que su equipo, al cual tiene la responsabilidad de guiar, se queda sin una referencia confiable y pierde dirección.
Las decisiones directivas permiten mantener coherencia y ritmo de trabajo. Un equipo sin directrices claras pierde orientación, lo que afecta su rendimiento y puede provocar desgaste emocional. Por lo tanto, en estos casos, no decidir implica, además, impactar negativamente en el bienestar emocional del equipo y en su productividad.
Como mencioné anteriormente, no decidir implica delegar por omisión. Al evitar elegir, dejamos esa elección en manos de factores externos, personas o azar. Y esta delegación muchas veces es ciega.
Tomamos decisiones para mejorar nuestras posibilidades de hacer real un futuro deseado: mejorar el posicionamiento en el mercado, concretar ciertos negocios, lograr un determinado impacto. Aunque resulte incómodo elegir cuando no se visualiza ninguna alternativa como perfecta, decidirse por la mejor opción entre las malas, a consciencia, nos acerca a ese futuro deseado. Por el contrario, cuando delegamos en personas que no cuentan con las habilidades para hacerlo, o lo libramos al azar, el resultado puede ser positivo en alguna ocasión, pero difícilmente lleve, de forma consistente, al logro de los objetivos de largo plazo de la organización. Por lo tanto, no decidir implica también disminuir nuestras chances de llegar adonde nos proponemos.
Finalmente, es importante recordar que las decisiones que tomamos nos definen y construyen nuestra reputación como profesionales y como personas. De hecho, somos las decisiones que tomamos. Con cada decisión, tenemos la oportunidad de aprender a ser mejores decisores y mejores personas. Evitar decisiones implica, por lo tanto, postergar la oportunidad de crecer, aprender y de construir nuestro criterio.