Por Pablo Regent, profesor del IEEM
A partir de un hecho histórico en el que un insignificante error fue el detonante de la caída de una dinastía, planteamos la pregunta ¿solo si llegamos a saber la consecuencia de un error lo consideramos más o menos grave?
En 1485 Inglaterra se encontraba en medio de la guerra de las Rosas. En la batalla de Bosworth, el rey Ricardo III combatía en primera línea cuando su caballo tropezó y dio con su jinete en tierra. De pronto, el monarca se encontró rodeado de enemigos y, según cuenta Shakespeare, gritó angustiado: “¡Un caballo, mi reino por un caballo!”, lo que aparentemente fueron sus últimas palabras antes de ser ultimado por los hombres de la Casa de Lancaster. Que un caballo se caiga en plena batalla no parece muy raro, menos que el jinete quede en el suelo desamparado ante el enemigo, y que lo maten ni qué decir. Sin embargo, la historia que se construyó sobre la previa de este desgraciado suceso para la casa de York dio motivo a un poema escrito por George Herbert en 1651:
“Por la falta de un clavo fue que la herradura se perdió, por la falta de una herradura fue que el caballo se perdió, por la falta de un caballo fue que el caballero se perdió, por la falta de un caballero fue que la batalla se perdió, y así como la batalla fue que un reino se perdió, y todo porque fue un clavo el que faltó”.
Esta historia viene a cuento de una discusión que suele darse en un caso que se trabaja en los cursos de Política de Empresa en el IEEM cuando surge la pregunta, ¿hay que tolerar el error? La respuesta siempre es que no, pero enseguida se matiza con que depende de la naturaleza del error. Solo si se trata de un error con consecuencias graves no sería tolerable. Esto trae la dificultad de que, hasta que no se valoren las consecuencias del error, es imposible definir la actitud hacia el mismo. No parece muy práctico. Por otra parte, suponga que usted se va con su familia de vacaciones, su hijo de dieciocho años olvida pasar llave a la puerta de entrada, por lo que la casa queda expuesta por un par de semanas. Cuando regresa se da cuenta del riesgo que corrió, pero afortunadamente ningún amigo de lo ajeno lo notó, por lo que no hubo consecuencias negativas, menos aún graves. ¿Cómo tipificar el error de su hijo? Desde el momento que no pasó nada, ¿deberíamos decir que no fue un error grave y por lo tanto debería ser tolerable? Resulta que su vecino también olvidó trancar la puerta y al regresar descubre que lo desvalijaron, ¿el olvido del vecino sí fue un error grave? Algo no cierra en este razonamiento.
Lo pequeño puede costar caro
Volvamos a la desgraciada historia de Ricardo III. La falta del clavo se debió a que el herrero a quien le encargaron el trabajo se había quedado falto de ellos. Debido a que el palafrenero del rey lo urgía a que errara el animal, pues la batalla estaba a punto de comenzar, decidió hacer las cosas a medias y colocó la última herradura con un clavo menos. Durante el fragor de la refriega, la herradura se soltó, lo que en sí mismo no es tan grave, pero en este caso hizo que el caballo tropezara tirando a su jinete, quedando indefenso ante las armas enemigas. Que un caballero caiga en batalla no cambia demasiado, pero este caballero era nada menos que el rey. Su muerte causó pánico entre sus tropas, que huyeron despavoridas dejando el campo y la victoria al enemigo. Que una batalla se pierda no significa perder la guerra, pero en este caso fue decisiva y significó el fin de la dinastía Plantagenet, aquella que Enrique II había comenzado con mucho esfuerzo, sangre y sacrificio trescientos años antes.
Los errores son algo malo, más allá de que todos sabemos que habremos de convivir con ellos. Que convivamos no debería querer decir que los aceptemos, o menos aún que nos acostumbremos a su presencia. Lo que tiene de malo acostumbrarse a convivir con el error, con hacer las cosas a medias, es justamente que uno se acostumbra a ello. De a poco, y sin darse cuenta, uno va encontrando formas de improvisar soluciones ante los fallos que se repiten, ajustando como puede lo que no se hizo bien en un principio y, principalmente, animando una actitud permisiva que transa con la mediocridad. Durante mucho tiempo nada malo pasa, no hay consecuencias graves. Pero un día, alguien coloca en una herradura un clavo de menos y una dinastía termina desapareciendo.
La forma de evitar que en nuestra empresa suframos desgracias importantes producidas por errores calificados como graves no es discriminar entre errores relevantes y otros insignificantes. Es justamente lo contrario, pasa por combatir todos los errores, incluso los más inocentes. Es preciso hacer lo necesario para instalar una cultura que rechace la chapucería, lo hecho a medias, las improvisaciones y los talenteos en la toma de decisiones. Cuando así se obra, se inicia un camino seguro y necesario para reducir los errores de todo tipo, grandes y pequeños. Si así se hace, pasarán cosas malas, pero serán las menos de las veces, y mucho más difícil será que “por un clavo se pierda un reino”.
Publicado en Café & Negocios, El Observador, 18 de setiembre de 2021.