Por Pablo Regent, profesor de Política de Empresa en el IEEM
“Aquel que dijo ‘más vale tener suerte que talento’ conocía la esencia de la vida. La gente tiene miedo a reconocer que gran parte de la vida depende de la suerte. Asusta pensar cuántas cosas escapan del control en un partido; hay un momento en que la pelota golpea el borde de la red y durante una fracción de segundo puede seguir hacia adelante o caer hacia atrás. Con un poco de suerte irá hacia adelante y ganarás o no lo hará y perderás”. Mientras una voz pausada y reflexiva relata lo anterior, la imagen muestra una pelota de tenis que pasa por encima de la red hacia un lado y hacia otro, en cámara semilenta. No se ven personas, ni jugadores ni tampoco espectadores. Solo la pelota y la red. En un momento golpea la red y se eleva perpendicular a ella. Justo al llegar a su cenit, precisamente antes de que empiece a caer hacia su destino y, con él, todas sus consecuencias para los jugadores que se adivinan en la cancha, la cámara se detiene.
Así comienza Match Point, una película de Woody Allen estrenada en 2005, que tiene la virtud de hacer pensar en esos puntos de inflexión que nos depara la vida, más allá de ser una interesante película mezcla de drama, crimen y romance.
¿A qué viene todo esto? A algo que me vino a la mente apenas el pésimo árbitro polaco pitó el final del Mundial en Qatar. Había ganado Argentina. Alcanzaba su tercera copa del mundo luego de una sequía de 36 años, inconsistente con haber contado en los últimos quince con el mejor jugador del planeta. Estalló la euforia, no solo de los argentinos, muy justificada, sino también de muchos uruguayos que, más allá de alegrarse, buscaban mimetizarse con esa “emoción” prestada, quizás anticipando lo difícil que será algún día sentirla por derecho propio. Mientras veía la emoción, la fiesta, las manifestaciones en las redes que ya ubicaban a Scaloni, Messi, Martínez y compañía en el panteón de los ídolos patrios, donde San Martín, Belgrano, Yrigoyen, Perón y Evita escoltados por Maradona contemplaban a sus nuevos vecinos, algo me hizo pensar en aquella película que había visto muchos años atrás.
Comencé a imaginar lo que hubiera pasado si esa pelota en el minuto 123, rematada por Kolo Muani, en lugar de estrellarse en el pie zurdo de Martínez, hubiera salido apenas cinco centímetros más hacia el centro del arco, colándose por entre las piernas del hoy nuevo prócer argentino. Hubiera sido el 4 a 3. Todo hubiera acabado. La historia diría que Argentina había dominado a Francia durante 80 minutos con un paseo impresionante, que hasta aburrida venía haciendo la gran final, para en un descuido dejarse empatar y arruinar todo. Se hablaría de falta de jerarquía para cerrar el partido. Que otra vez igual que con Holanda y casi con Australia. Se diría que en el alargue Scaloni demoró los cambios, que no debería haber sacado a Di María, que Paredes sí, o que aquel otro no.
La pelota de Kolo Muani fue una pelota de match point. Remató bien, fuerte y al primer palo, el golero hizo lo correcto, cubrió todo lo que pudo el arco estirando su cuerpo sin moverse hacia la dirección del disparo, pues por la cercanía y la potencia del remate era imposible hacerlo. Luego la pelota viajó, según se dijo cerca de los cien kilómetros por hora, en una distancia de no más de cuatro o cinco metros. Entonces la pelota pegó en el pie del arquero. Y Francia no ganó. Y Argentina no perdió. Y la vida siguió para, incluso, permitir que Lautaro cometiera un error técnico, aquí no fue cuestión de suerte, fallando un gol increíble. La historia final se conoce, los penales y la gloria para los que mostraron más jerarquía en el momento en que de tal cosa se trata.
Entonces, ¿el éxito es cosa solo de la buena fortuna? Sí y no. Más bien, yo diría que no. Pero sin suerte no se puede. Si Argentina no hubiera hecho muchas cosas bien, no hubiera llegado a la final. Solo con “milagros” como el affaire Muani-Martínez no alcanza. Pero estos “milagros” son imprescindibles. La suerte no está presente en los juegos repetitivos, y el fútbol en un Mundial lo es. Siete vences noventa minutos en el que la suerte no alcanza. Pero haciendo todo bien, siendo el mejor, llevando a la práctica todo lo que se entrenó, lo que se trabajó, todo aquello que significó esfuerzo, aprendizaje, sacrificio, incluso habiendo sido perfecto en todo esto, aparecen momentos que se comportan como un match point. Y en estos, triste destino de los mortales, la suerte hace su aporte.
Esta columna de cierre de año no pretende argumentar que nuestro destino depende de la suerte si por ello entendemos que da lo mismo lo que hagamos, pues al final todo depende del cruel azar. Pero sí busca que reflexionemos acerca de lo frágil que es la vida en cuanto a que momentos muy finitos, en los que las circunstancias llevan a un punto de inflexión definitorio, terminan marcando un futuro en el cual la gloria o el oprobio, la fortuna o la pobreza, el amor o la soledad se inclinan hacia un lado o hacia otro. Hay quien puede deprimirse ante esta conclusión. Yo le sugiero que no lo haga. Me gusta pensar que mi destino depende de mí, de lo que yo haga, de mi esfuerzo, abnegación, inteligencia y actitud. Pero, aunque haga todo bien, aunque pueda decir en algún arte u oficio que soy el mejor, nunca debo olvidar que en el momento del aplauso y del triunfo es buena cosa mirar hacia atrás y considerar que todo pudo haber sido diferente si la pelota hubiera caído del lado equivocado de la red. Así, quizás, seremos menos soberbios en nuestro éxito a la vez que comprenderemos más, y trataremos mejor, a aquellos que no han tenido la capacidad y fortuna que la vida nos ha regalado.
Publicación original: #LifeLongLearning del IEEM en LinkedIn