Por Margara Ferber, profesora del IEEM
Hoy es el último día de su trayectoria profesional. Llegó el momento de jubilarse y no sabe cómo se siente.
El otoño se anuncia en el aire. Yendo a la oficina, se pregunta cuántas veces recorrió ese mismo camino los últimos años. Antes lo hacía a lo loco, con el Waze indicando en qué zonas debía bajar la velocidad para no tener una multa. Con la cabeza a dos veinte, repasando su agenda alocada. Después, en la segunda etapa, escuchaba un podcast inspirador. El tiempo que antes consideraba perdido pasó a convertirse en un espacio único de calidad, de crecimiento.
El guardia de la empresa de seguridad le estrecha la mano con fuerza. Sabe que es su último día. Todos los días se toma unos minutos para conversar con él. Así se enteró de que tenía un hijo que necesitaba trabajar y pudo referenciarlo para un puesto de sereno. Fue una gestión sencilla, pero que mejoró sustancialmente la vida de esa familia. También la recepcionista saluda de una manera especial. El año anterior le consiguió una cita con un médico especialista a su mamá, que había tenido un problema de salud. Fue apenas un llamado de teléfono, pero para ella fue mucho más que eso. La escuchaba. La veía.
Cuando entra a la oficina, está todo el equipo. Inclusive los que trabajan en el turno de la tarde. Hay globos y carteles. “¡Llegó!”, grita alguien, y todos comienzan a aplaudir. Cada vez más fuerte. Por mucho rato. Imposible no emocionarse.
Conoce bien al equipo. En los últimos años logró generar un ambiente de trabajo psicológicamente seguro, en donde todos se animan a mostrarse como son. Tienen unas reuniones de conflicto productivo que sacan lo mejor de cada uno. Entre todos son más creativos e innovadores. Se convirtieron en una empresa en donde hasta los jóvenes se quieren quedar.
Pero no siempre fue así. Tuvo que pegarse un gran susto para darse cuenta de que necesitaba cambiar. Antes iba como una locomotora por la vida, arrasando con todo a su paso, hasta que se descarriló. Tuvo un dolor tan terrible en el pecho que le dobló en dos. Un infarto. En la ambulancia, camino al sanatorio, se encontró pensando: “¿Y si me muero?, ¿qué huella dejo?”.
Se arrepintió del poco tiempo, en cantidad y calidad, que le regalaba a su familia. Decía que era lo más importante de la vida, pero no lo demostraba con sus acciones. Se lamentó por sus amistades abandonadas. Todo su foco estaba en la empresa y se traducía en una agenda tan desordenada como su dieta alimenticia. Jornadas larguísimas de trabajo, una insatisfacción crónica con sus colaboradores, a los que no apreciaba debidamente, y una crítica constante a las nuevas generaciones y a la falta de compromiso. Las personas le tenían respeto, sí, pero sobre todo le tenían miedo. Algunos, terror. A sus reacciones destempladas, a sus ironías y a sus decisiones en caliente.
Era brillante y lo sabía. Pensaba que con eso alcanzaba para recibir la admiración que merecía, pero estaba en el error. Se dio cuenta de eso cuando volvió a la empresa tras el fallido infarto. Después de esa salida espectacular, con enchufes por todo el cuerpo y la sirena de la ambulancia ululando, todos actuaron como si no hubiese pasado nada. Fue terrible. Y después recibió —quería creer que por error— una de las cadenas de mail que circulaban por toda la empresa. Le habían sacado fotos espantosas de su humanidad despatarrada en la camilla y los ojos desorbitados por el miedo. Los comentarios eran muy hirientes. De su sobrepeso, del terror que no supo disimular, de lo hilarante de la situación. “Yerba mala nunca muere”, escribió uno; otro le contestó: “¡Ni el corazón se animó a fallarle por miedo a que lo cambie por otro!”.
Fue humillante. La primera reacción fue vengarse de los culpables, pero haber sentido la muerte tan cerca funcionó como un freno de mano. Hizo como que nunca lo leyó. Por primera vez en la vida, se miró el alma en el espejo. Tenía cuarenta y cinco años y el éxito le sonreía. O eso pensaba, porque había llegado a la cima y la cuenta bancaria tenía varios ceros. Pero ¿qué era el éxito? Y, una vez más, ¿qué huella quería dejar? Lo que le devolvía el espejo dejaba mucho que desear.
Así fue que comenzó un arduo camino de mejora personal. De un liderazgo autoritario, y un régimen del terror, a un liderazgo inspirador. Se preocupó por conocer a sus colaboradores y descubrir sus fortalezas. Aprendió a reconocer sus errores y a felicitar a quien presentaba una idea que era mejor que la suya. A hacer preguntas abiertas y a esperar las respuestas. A mantener sus silencios. Y sí, a veces todavía se enojaba y se le iba un poco la moto, pero después se preocupaba por pedir disculpas. Siempre había trabajado bien, pero cuando el equipo notó que se esforzaba por ser mejor, que se preocupaba por ellos y no solo por los resultados, los éxitos se multiplicaron. Confiaban en su liderazgo y en su criterio cuando había que tomar decisiones difíciles.
Por eso, fue la mejor indigestión de la vida. Porque le obligó a detenerse y a mirarse. A partir de ahí, cambió para bien. En todos los ámbitos. No fue fácil, pero valió la pena, porque ahora sí tenía la certeza de que, si moría, dejaba una huella.
La emoción gana la partida y su equipo lo nota. El aplauso crece en intensidad. Y se da cuenta de que sí sabe lo que siente: felicidad, plenitud, expectación. Hizo bien. Ahora se abre otra etapa de la vida, con nuevos desafíos y oportunidades.
……
¿Cómo querés que sea el último día de tu trayectoria profesional? ¿Qué huella querés dejar?
El coach ejecutivo Marshall Goldsmith afirma que lo que te impulsó a un puesto directivo no es lo que te llevará al siguiente nivel. Que algunos de los hábitos que te ayudaron a alcanzar el éxito, ahora pueden estar frenándote. Y que, si igual te va bien, no es por ellos, sino a pesar de ellos.
Algunas personas saben de la importancia del autoconocimiento y trabajan en sí mismas toda la vida. Otras tienen suerte y reciben un llamado de atención, como una indigestión disfrazada de infarto. O leen un artículo como este, que los hace detenerse y reflexionar. O no, y siguen con frenesí. Sienten que ya están bien así, que eso es para otros, que ellos no lo necesitan. Y puede ser que sea cierto, o puede que vayan por la vida con anteojeras. Que sean de aquellos de los que decimos que no son “coacheables”, porque piensan que ya se las saben todas. Son rehenes de su soberbia, porque, como afirma sir John Whitmore: “Todo lo que uno no conoce de sí mismo, lo controla”. Y siempre hay espacio de mejora.