Por Pablo Regent, decano del IEEM
Incentivos para el emprendimiento, promoción de la innovación, fomento del estudio terciario y de posgrado son necesarios para crecer como país; lo indispensable es que nuestros políticos permitan el crecimiento.
Las posibilidades que el streaming ofrece hoy día acerca multitud de series y películas que tratan sobre personajes históricos. En general, el foco de las historias se concentra en romances, traiciones o, a lo sumo, alguna simplificación muy básica acerca de encrucijadas políticas o económicas. Este mundo tan trivial que se nos vende a través de la pantalla nos impide saber que en el pasado se padecían muchos de los dilemas que nuestra sociedad vive hoy y que ocupan una y otra vez la portada de los diversos medios que consumimos.
Veamos el caso de un personaje tan manido como la reina Isabel I, la famosa reina virgen de los británicos, la madrina de piratas como Drake o simplemente la gran vencedora de la Armada Invencible española. Esta buena señora, hija del temido Enrique VIII —temido básicamente por las mujeres, a las que en forma literal hacía perder la cabeza— tuvo que lidiar con algo muy similar a lo que los gobernantes de la muy progresista república al este del río Uruguay deberían estar considerando.
Sucedió[i] que en 1589 un emprendedor llamado William Lee no tuvo mejor idea que solicitar a la Corona la concesión de la patente para su flamante invento, una máquina tejedora. No le fue bien. Isabel I denegó de mala manera la petición argumentando que la consecuencia sería la pérdida de los empleos y la transformación en mendigos de sus súbditos más queridos. En 1769, los debates acerca de la actitud de los gobernantes hacia el avance tecnológico seguían vigentes. En ese año el Parlamento inglés aprobó una ley por la que se consideraba un delito destruir maquinaria de manufactura, en especial la que permitía tejer productos de algodón, pues entendía que la isla se beneficiaba de su existencia, ya que en caso contrario se instalarían en otras naciones.
Uno puede pensar que el cambio de actitud hacia la tecnología fue sencillamente debido al devenir de la historia. Sería un gran error. Según los autores citados por Frey y Osborne, la explicación de tan diferentes posturas tiene que ver con los grupos que más poder tenían sobre los gobernantes en uno y otro momento. El poder de la Corona en tiempos de Isabel estaba basado fuertemente en el apoyo que le prestaban los gremios de artesanos. Ellos eran sus “súbditos más queridos”. Como contrapartida la reina les pagaba el apoyo con la protección corporativa (monopólica) que los beneficiaba en sus sistemas cerrados de producción. En 1769, revoluciones mediante, la Corona había visto disminuir su poder en favor del Parlamento, que tenía entre sus miembros una representación y un soporte muy importante de los sectores de comerciantes e inventores, abiertos a la adaptación de la tecnología. Los gremios cuasifeudales de artesanos ya no tenían tanta influencia política; algo había cambiado.
Para reforzar el mensaje de que el tiempo por sí solo no hace cambiar la actitud hacia los avances y el progreso tecnológico, basta mencionar que los mismos autores narran que en pleno siglo XIX, el fabricante de pianos alemán H.E. Steinway decidió abandonar su país, pues la influencia que los gremios de artesanos tenían en el gobierno bloqueaban su innovador método industrial de producción. Steinway, fundador de Steinway & Sons, hasta la fecha líder mundial en la fabricación de pianos, emigró a Estados Unidos, donde la inexistencia de tales “lobbystas” posibilitó que desarrollara su empresa convirtiendo a su país de adopción en líder del sector.
La razón de la sin razón
El mensaje implícito en las anécdotas anteriores pasa por comprender que el principal inductor del avance tecnológico en la economía de un país no es la tecnología en sí misma, o el capital disponible, ni siquiera una supuesta predisposición genética hacia la innovación. Pasa a ser de segundo orden como variable explicativa, incluso, el nivel educativo de la población, más allá de que sea una condición necesaria. Un país puede tener gente muy inteligente, muy formada, con gran actitud hacia lo nuevo, con habilidades innovadoras destacadas, pero si todo esto no se ve acompañado por un ambiente político que favorezca el progreso en TI, estas mismas personas tan capaces y con tanto potencial terminarán emigrando hacia ambientes más favorables. ¿De qué hablamos cuando nos referimos a ambientes poco favorables? Nada menos que de aquellos en que los grupos de presión con interés en bloquear la adopción de nuevas tecnologías tienen más predicamento en el gobierno que aquellos que pretenden avanzar en nuevas formas de hacer. Al final del día el partido de las naciones ganadoras y perdedoras en términos de mayor salario, de mayor posibilidad de trabajo digno de verdad, de mayor justicia social, se juega en las fuerzas políticas en pugna que bregan por bloquear el ingreso de nuevos métodos de trabajo versus los que intentan trabajar siguiendo las cambiantes exigencias de la competencia y la demanda.
Debemos preguntarnos si la situación en Uruguay se parece a la que vivió el desafortunado Lee en tiempos de la reina pelirroja o si por el contrario estamos en un clima en el que predomina el realismo de los miembros del parlamento británico, que comprendieron que si destruían las máquinas en Inglaterra para supuestamente proteger el trabajo de sus conciudadanos, más temprano que tarde igual lo perderían, pues las máquinas serían adoptadas en otra nación más influenciada por una sociedad abierta al comercio y al desarrollo.
[i] Las referencias históricas y la base del argumento han sido extraídas de Technology at Work (2015), el excelente trabajo llevado a cabo por los profesores Frey y Osborne. Recomendamos al lector interesado leer el documento entero y complementarlo con las referencias a Acemoglu y Robinson (2012) y Mantoux (2006).
Publicado en Café & Negocios, El Observador, 6 de setiembre de 2017