Por Valeria Fratocchi, profesora del IEEM
Es momento de reflexionar y repensar el mundo de las organizaciones: algunas características etarias de nuestra sociedad esconden oportunidades para rehumanizar el trabajo y nuestro vínculo con el país “de viejos”.
Desde que dejó su actividad militar como portaviones en 2004, el USS Midway se ha convertido en un extraordinario museo y recibe más de un millón de visitantes por año. Esta enorme embarcación anclada en San Diego debe su nombre a una famosa batalla de Midway que tuvo lugar durante la guerra del Pacífico —en la Segunda Guerra Mundial—, cuando las fuerzas aeronavales estadounidenses vencieron a una flota japonesa, pocos meses después del bombardeo a Pearl Harbour.
El Midway recibe al visitante con la consigna de “Honrar la leyenda” y con el escenario perfectamente conservado para recrear la vida cotidiana en un buque de entrenamiento y acción militar en alta mar. Lo que los auriculares no nos cuentan es cómo hacían los pilotos para aterrizar en 72 metros. Eso lo explica un señor que podría llamarse Steve, que nos esperaba parado junto a un F4 PHANTOM, con sus setenta y tantos años, el pelo completamente blanco bajo su gorra amarilla. Una gorra que indica que es uno de los mundialmente famosos docentes del Midway. Steve nos recibe como un comandante a sus pasajeros de vuelo, con la caballerosidad y la ceremonia del caso, aunque su campera de veterano aviador esté en una silla esperando socorrerlo cuando se ponga el sol y refresque.
Rigurosamente, a la hora pautada para su charla, empezó lo que resultó una clase detallada sobre el proceso de aterrizaje. Compartimos algo más que una maniobra aérea: hicimos un poco nuestra su historia. Steve había servido como piloto en Vietnam, en la operación Tormenta del Desierto y en Irak. El aterrizaje que nos explicó en 30 minutos asistido por diagramas, lo había practicado 800 veces y en otras 50 oportunidades lo había realizado en combate.
Se ponía el sol cuando el excombatiente terminó la presentación y abrió el espacio de preguntas, que fueron muchas. Este hombre que tenía que despegar su avión en 45 segundos sin posibilidad de error, porque otros 50 aviones esperaban detrás para salir a la misma velocidad, estaba ante nosotros sin apremios de tiempo, sin ningún apuro por salir de su rol docente y entrar en su campera de aviador para volver a casa.
Podríamos pensar que Steve es un caso único, que su inextinta vocación aeronáutica alimenta la pasión de su relato y fortalece sus virtudes de paciencia. Pero sería conformarnos con una explicación simplista. Muchos fueron los adultos mayores que encontramos en centros de información, museos y puntos de interés turísticos de San Diego. Para describir su cordialidad, deberíamos referirnos al ritmo pausado con que se expresaban, al movimiento de sus ojos en busca de los nuestros, a los metros que nos acompañaron caminando junto a nosotros en la dirección a tomar. No era el texto de lo que decían, sino cómo lo decían. Ese lenguaje corporal que delata nuestras verdaderas intenciones y que en su caso nos decía “tengo tiempo”, “quiero ser útil y tu consulta me está dando esa oportunidad”.
Sus mismas palabras en boca de otra persona serían frases aprendidas de un instructivo de atención al cliente y vendrían vaciadas por el tono monocorde y la estereotipia rotundamente confirmada por la falta de contacto visual. ¿Cómo lo hacen? ¿Cómo nos dieron información precisa y tan clara como buscábamos logrando un tipo de resonancia vincular que hace tiempo está faltando? ¿Dónde reside este valor agregado?
Nuestra vivencia del tiempo cambia a lo largo de la vida y, así como la juventud puede sintonizar la inmediatez y la simultaneidad hasta el extremo del multitasking permanente, para los adultos mayores hay un tiempo para cada cosa y el tiempo no es un valor escaso.
Una oportunidad para las empresas
No es cuestión de importar lo foráneo creyendo que afuera todo es mejor, pero es bueno reflexionar acerca de nuestra situación como país y descubrir oportunidades para esta sociedad “de viejos” como a veces se dice. Pensemos en lo bueno que sería que Uruguay contara con un marco legal que permitiese el trabajo de personas jubiladas, ahora que la tasa de empleo está en mínimos y que nadie puede pensar que se busca con esto bloquear espacios laborales a los jóvenes. No es solo una acción inclusiva, tal como el darles conectividad a través de una tablet que los conecte con sus afectos; es una estrategia inteligente de enriquecimiento en competencias y valores que están escaseando.
Hay muchas personas mayores que aspiran a una opción distinta a la infinita canalera del cable o a las poco desafiantes rutinas domésticas, que quieren socializar en el mundo del trabajo donde hay novedades y eventos contemporáneos que conocer, que disfrutan interactuando con los jóvenes porque conservan los sueños de su propia historia de vida, que todavía quieren aprender a usar un POS aunque tengan que ajustarse los multifocales, y que no se atribulan ante un cliente demandante porque han dialogado y negociado soluciones en un sinfín de situaciones.
Ellos pueden estar disponibles y así ayudarnos a rehumanizar el mundo de las organizaciones. Quizás hay un espacio para recrear una sociedad en la que las generaciones se enriquezcan recíprocamente, mientras que unas aportan la hospitalidad tradicional, mientras otras son ejemplo de eficiencia y automatización; y el cliente vuelve a sentirse encantado por el trato sin prisa del adulto mayor y sin pausa del joven en carrera.
Desde el punto de vista de responsabilidad social, la inclusión de este potencial humano es una demostración de sensibilidad a la hora de honrar la vida, dando un lugar a las leyendas de los adultos mayores. Desde el negocio, la dura verdad es que las organizaciones realmente multigeneracionales serán creadoras de más valor social y económico porque habilitarán ciclos virtuosos de aprendizaje –en el plano técnico y social– de alta efectividad y bajo costo.
Publicado en Café & Negocios, El Observador, 3 de junio de 2015.