Por Valeria Fratocchi, profesora del IEEM
Las maravillas también son empresas y podemos analizarlas considerando la claridad de su propósito, la complejidad de su diseño, lo colosal de sus dimensiones y lo extraordinario de sus costos.
La lista que siempre conocimos, y que estaba encabezada por la gran pirámide de Giza, se amplió en 2007, cuando se realizó un relevamiento inspirado en las siete maravillas del mundo antiguo. Con más de cien millones de votaciones, aparecieron las nuevas siete maravillas del mundo moderno, que incluyen a Chichén Itzá, a Machu Picchu y a otros lugares frecuentados por el turismo cultural.
De regreso de Roma, y dado que el Coliseo es una de estas impresionantes obras, me propongo reflexionar sobre las maravillas como empresas, retrotrayéndome al momento histórico en que fueron una startup más, promovidas por algún cacique, emperador o papa, figuras con un liderazgo que hoy serían cuestionables en cuanto a la legitimidad de sus bases, pero que, por cierto, tenían pies sólidos de poder y control.
Desde el management profesional, el ABC de todo emprendimiento es la planificación ajustada y es de buen administrador tomarse con seriedad esta preparación previa a la puesta en marcha de cualquier proyecto, sea grande o pequeño. Pero muy especialmente si es grande: considerar un menú amplio de alternativas, costear rubro por rubro con buen nivel de detalle, secuenciar y superponer actividades, preverlo todo para asegurar la previsibilidad del desarrollo del proyecto, calmando ansiedades con diagramas de Gantt, presupuestos, cronogramas, certificaciones y manuales.
Las maravillas, sin embargo, son empresas monumentales que sobreviven el paso del tiempo, las inclemencias del clima e incluso períodos de brutal ensañamiento y cuya paternidad es bastante menos profesional y más identificada con el impulso del “just do it” de su autor, por las razones que fuera, algunas muy altruistas y otras, incluso, viles.
No nos imaginamos a la faraona Hatshepsut evaluando si continuar la construcción del templo de Amón en Karnak, dudando con el ROI reajustado en sus manos, viendo el aumento de los costos de los materiales. Al contrario, haciendo valer su astucia y su carisma, la hija de Tutmosis I mandó a hacer los obeliscos más grandes que se habían erigido en Egipto hasta entonces y los llevó a Karnak decorados con electrum (aleación de oro y plata).
Tampoco pensamos en lo que diría un concienzudo reporte ambientalista sobre las miles de fuentes de las que en Roma mana constantemente agua potable y fresca. Estaban conquistando el mundo y no pensaban en reciclar nada, y hasta hoy Roma nos subyuga con la belleza de esas fuentes que democratizan la posibilidad de refrescarse y que fueron concebidas por una mentalidad imperial, que, en el 100 a. C., las quiso como ornamento urbano omnipresente.
Cambiando de continente, tampoco sabríamos cómo encuadrar en los convenios de la OIT la protección de los derechos de los trabajadores en la construcción del Taj Mahal, ese monumento funerario que necesitó el esfuerzo de 20 000 obreros durante unos 23 años para que el emperador musulmán Shah Jahan pudiera elaborar su duelo por la muerte de su esposa favorita, siendo que tenía, al menos, otras cuatro.
Y, ¿cómo valoraríamos el equilibrio trabajo-familia de un caso como el de Ludwig van Beethoven? Desde el punto de vista de la responsabilidad familiar corporativa, habla muy mal de la sociedad alemana que no se le hayan generado condiciones para concretar una relación “normal” con su amada inmortal a este compositor, director de orquesta y pianista, cuyo legado musical incluye 32 sonatas para piano, 16 cuartetos de cuerda, 7 tríos, 10 sonatas para violín y piano, una ópera, 5 conciertos para piano y orquesta, 9 sinfonías, y algunas otras composiciones más.
Hay quien piensa que dejar huella de verdad en este mundo implica hacer obra y, si realmente se trata de hacer la diferencia, de ser recordados por algo, lo que pasa a la historia es esa ejecución arrolladora, que no se detiene ante restricciones ni se acompleja por daños colaterales. Los que hacen maravillas pueden convivir con costos que se van a las nubes, al límite de la vergüenza, con emociones que desbordan pasionalmente y con plazos que exceden lo que nos queda de vida. Algunas de las maravillas fueron empresas que se lograron casi desde el capricho, pero es esa tozudez la que abre las pesadas puertas para crear en grande, puertas que para los demás empresarios permanecerán cerradas por la racionalidad y el buen juicio. Con esa dosis de irrenunciabilidad irracional se hace lo humanamente imposible, se logra negar la inviabilidad y desoír la lógica.
Las maravillas tienen sus costos
Cada empresario sabrá si está llamado a hacer una maravilla, y si esa maravilla será íntima o pública. Para los que estén pensando en el legado: darse un espacio para jugarse a fondo con algo bello-bueno, reconciliarse de alguna forma con el exceso, conectar con el sueño y con su desproporción e irrealidad.
Legados históricos magníficos parecen tener sus costos asociados, y si bien esto puede resultar irritante para nuestro sentido de responsabilidad social, hay que preguntarse si es realmente posible lo maravilloso para quien quiere trabajar una jornada de 40 horas, estar muy presente en su familia, contemplar los intereses de la comunidad, conformar a los accionistas con buena rentabilidad y todas estas virtudes del buen administrador.
Es evidente la diferencia entre las producciones prudentes, pertinentes, austeras y esas otras, esas que en la naturaleza, en la arquitectura, en las artes y también en el mundo de los negocios son maravillas, esos emprendimientos que impresionan nuestros sentidos con exageración generosa.
En el fondo, las preguntas son: ¿queremos y necesitamos lo maravilloso?, ¿hay valor en las maravillas?, ¿valen la pena? Si la respuesta es contundentemente afirmativa, aceptar la pena es solo un trámite para quedarnos con lo que importa: la maravilla.
Publicado en Café & Negocios, El Observador, 12 de diciembre de 2018.