Por Pablo Regent, decano del IEEM
Una breve anécdota de la época napoleónica para ilustrar un mal que no solo ha aquejado al ejército francoespañol de comienzos del siglo XIX sino también a todo tipo de organización a lo largo de la historia.
En octubre de 1805 Napoleón Bonaparte pasaba por un momento de gran bronca por la mala gestión de uno de sus subalternos. El almirante Villeneuve, comandante de la flota combinada francoespañola, había desperdiciado la oportunidad de copar el canal de la Mancha, condición imprescindible para que el emperador pudiera realizar su planificada invasión a Inglaterra. Villeneuve, vaya uno a saber por cuál motivo, decidió encerrarse en la bahía de Cádiz. Esta decisión posibilitó que el almirante Horatio Nelson lo bloqueara con la flota británica a su mando. Pese a que la invasión se había frustrado, Villeneuve no se encontraba en una situación despreciable. Con el invierno a la vista, el simple hecho de que su escuadra se mantuviera a resguardo en la bahía obligaba a Nelson a mantener sus barcos en alta mar sufriendo las inclemencias del duro clima. Villeneuve y sus almirantes tenían muy claro que aunque la flota inglesa era superior en capacidad combativa, que no en número, un largo período de exposición al clima invernal disminuiría su potencial militar. Nelson también veía esta desventaja, pero no tenía más remedio que mantenerse en el mar, aun a sabiendas de que a medida que pasase el tiempo su fuerza bélica decaería. Para el almirante francés la solución era muy clara. Alcanzaba con mantenerse cómodamente resguardados en la bahía mientras los británicos se desgastaban flotando y esperando.
Pero no todo era tan sencillo para el pobre Villeneuve. Pocos días antes, a través de una infidencia, se había enterado que Napoleón había decidido relevarlo del cargo debido a su ineptitud. Este pequeño hecho superviniente echaba por tierra el plan de esperar. Lo que era un buen plan para la flota en su conjunto se volvía una pésima alternativa personal para Villeneuve. Este concluyó que solo le quedaba una opción, sacar su flota al mar lo antes posible y apostar a una batalla decisiva, que aunque con probabilidades en contra, le permitía soñar con una victoria. Si así sucedía, estaba seguro de que Napoleón reconsideraría su dimisión. Sin embargo, a Villeneuve le quedaba un escollo nada sencillo de resolver. Los almirantes españoles no estaban dispuestos a perder la ventaja competitiva de la que gozaban. Imposible convencerlos con una lógica racional. Eran profesionales competentes y por lo tanto en un juego lógico nunca aceptarían el cambio de plan. Pero no solo se puede apelar a la racionalidad, también hay otros caminos. Y Villeneuve, inepto en el mar pero listo en conocer la naturaleza humana, jugó la carta de la falta de hombría de los españoles. Acusados los españoles de cobardía, aunque se daban cuenta de que salir a combatir era una reverenda estupidez, se vieron impelidos a defender su honra. Mejor muertos que tachados de cobardes. Así se plegaron al plan que le servía a Villeneuve y salieron a la mar.
Para la noche Nelson los había destrozado. Trafalgar pasaría a la historia como la batalla naval más famosa de los anales de Inglaterra, con el añadido de la muerte heroica del almirante inglés mientras dirigía la batalla desde el puente de su buque. Más aún, a partir de ese momento Inglaterra se volvió dominadora absoluta de los mares, la libra esterlina pudo imponerse como el dólar de la época y el imperio español en América firmó su partida de defunción.
DE LA BATALLA A LA EMPRESA
El síndrome Trafalgar ilustra una peste que infecta las organizaciones, sean estas del tipo que sea. Se lo encuentra cuando la organización, en sus equipos directivos, presiona para aceptar malas soluciones a través de apelar a valores imposibles de no apoyar. En el pasado pudo ser el honor o la valentía. Hoy esos valores ya no son tan utilizados. Pero lo son otros. Por ejemplo, en los partidos políticos es muy común hablar de lealtad o de su opuesto, la traición. O no ser tan de izquierda, o tan de derecha, según donde se ubique uno. Y como ningún militante quiere que lo tilden de facho, si de un partido de izquierda se trata, o de bolche, si por el contrario nos encontramos a la derecha, los que dirigen se hacen una fiesta manipulando motivaciones intrínsecas muy arraigadas en el fuero más íntimo. En la empresa este síndrome también dice presente. Malos jefes que no logran que los suyos lo sigan a través del convencimiento deciden seguir los pasos de Villeneuve. Utilizan argumentos del estilo “no tiene la camiseta puesta” o “no es fiel a la misión”, o lo que sea que se use a tales efectos.
Es muy peligroso este síndrome. Cuando desde la alta dirección no se lo combate a capa y espada termina destruyendo el pensamiento crítico, aptitud fundamental para que una organización, partido político, ONG o ejército, se mantenga dinámica y ágil para responder a los desafíos que el entorno le plantea. Al final, el mejor antídoto para sanar el síndrome Trafalgar lo encontramos en la frase evangélica: “por los frutos los conoceréis”. Hay que confiar menos en los que declaran la importancia de amar la bandera y más en los que trabajan duro y logran que la bandera flamee alta y vigorosa.
Publicado en Café & Negocios, El Observador, 14 de diciembre de 2016. Caricatura: Salvatore