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De cómo la inteligencia artificial está rompiendo la clásica barrera entre la automatización y la creatividad


Publicado el : 28 de Marzo de 2025

En : General

Por Pablo Sartor, profesor del IEEM

Me disculparán por lo largo del título, pero extraño esas novelas cuyos capítulos tenían títulos similares, al estilo De cómo Cándido fue criado en un castillo, y cómo lo expulsaron a patadas por enamorarse de la hija del barón (Voltaire) o películas como Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más (Leonardo Favio).

Pero vamos a lo nuestro. Durante décadas, nos hemos acostumbrado a pensar la creatividad y la repetición como polos opuestos. De un lado, lo brillante, lo humano, lo original. Del otro, lo rutinario, lo mecánico, lo automatizable. Sin embargo, la irrupción de la inteligencia artificial generativa —esa que escribe, dibuja, programa y hasta propone estrategias— nos obliga a revisar esa vieja dicotomía. Hoy, estamos asistiendo a una fusión sorprendente: la automatización de tareas que hasta hace poco requerían no solo intervención humana, sino, incluso, pensamiento creativo.

La creatividad, lejos de ser un don misterioso, puede entenderse como la capacidad de combinar de forma novedosa elementos previamente conocidos. Un publicista imagina una campaña a partir de referentes culturales, datos de mercado y experiencias personales. Un chef crea un plato nuevo fusionando recetas tradicionales. Un ingeniero encuentra una solución inspirándose en mecanismos de la naturaleza. Lo que todos ellos hacen —aunque no lo llamen así— es aplicar un algoritmo interno: acceder a una biblioteca de ejemplos, conceptos, patrones y emociones, y generar nuevas conexiones.

Lo asombroso es que eso mismo empieza a estar al alcance de los algoritmos... externos. Sistemas de inteligencia artificial son ya capaces de manejar volúmenes gigantescos de información previa, desde obras artísticas y papers académicos hasta conversaciones de redes sociales o catálogos de productos. No solo los almacenan y clasifican, sino que también pueden analizarlos semánticamente, reconocer estructuras, intenciones, estilos, y proponer nuevas combinaciones. El resultado: imágenes originales, textos que parecen escritos por personas, ideas para campañas publicitarias, borradores de discursos, nombres de productos. ¿Son perfectos? No. ¿Son útiles? Cada vez más.

Pero la irrupción no se limita al ámbito creativo. Quizás más silenciosa, pero igual de transformadora, es la capacidad que estas tecnologías están desarrollando para ejecutar tareas tradicionalmente asociadas al conocimiento experto. Pensemos en actividades como resumir textos complejos, comparar contratos legales, detectar errores en una planilla, identificar entidades en un documento contable, o incluso redactar un correo comercial coherente y con tono adecuado. No hablamos aquí de operaciones simples ni de “darle a un botón”: hablamos de pasos dentro de procesos más amplios que hasta ayer requerían atención, contexto y criterio. Hoy, muchos de esos pasos pueden ser delegados —o al menos asistidos— por IA.

La consecuencia es profunda: el universo de procesos susceptibles de ser automatizados se amplía drásticamente. Y, con ello, cambia también nuestra idea de lo que significa automatizar. Durante años, automatizar implicaba quitar pensamiento del proceso. Era sinónimo de eficiencia, pero también de rigidez: hacer más rápido lo que antes se hacía a mano. Ahora, la IA nos ofrece la posibilidad de automatizar procesos que incluyen pensamiento, aunque sea de forma parcial. Lo que antes parecía imposible de protocolizar, porque requería una “cabeza humana”, hoy puede modelarse, sistematizarse y delegarse.

Este fenómeno me recuerda otra disrupción tecnológica que vivimos hace ya dos décadas, con la aparición de iTunes y la digitalización de contenidos. Hasta entonces, el mercado nos obligaba a elegir entre lo masivo y lo personalizado. Uno podía acceder a productos hechos para las masas, con precios bajos y escala, o a soluciones personalizadas, a medida, pero más costosas. La tecnología rompió ese dilema: permitió ofrecer servicios personalizados (la playlist ideal, el libro sugerido, el producto recomendado) a millones de usuarios, al mismo tiempo. Hoy, Spotify, Amazon o Netflix nos parecen naturales, pero, hace veinte años, esa combinación era revolucionaria.

Algo similar está ocurriendo ahora con la dicotomía entre lo creativo y lo repetitivo. La IA nos permite integrar elementos de ambos mundos. Por un lado, nos da herramientas para automatizar partes rutinarias de procesos complejos. Por otro, abre posibilidades para explorar ideas creativas desde nuevas perspectivas, con una velocidad y un volumen antes impensables. La frontera entre pensar y ejecutar se difumina. El resultado no es una sustitución pura y dura del trabajo humano, sino una transformación en la forma en que ese trabajo se organiza, se distribuye, se valora. Ahora es posible la protocolización y automatización de tareas frecuentes, que insumen tiempo valioso, propensas a errores, pero que incluyen pasos donde “hay que poner cabeza”. O había. Esto no es una moda pasajera, sino un cambio de paradigma irreversible.

¿Qué implica esto para quienes lideran organizaciones? Primero, una necesidad urgente de repensar los procesos. No se trata solo de “incorporar IA” como un agregado tecnológico, sino de revisar flujos de trabajo, roles, tiempos, y expectativas. Segundo, un desafío en la gestión del talento: formar y motivar a equipos capaces de trabajar con estas herramientas, de manera crítica y estratégica. Tercero, una oportunidad para liberar capacidades humanas. Cuanto más deleguemos tareas repetitivas, más espacio tendremos para lo que ninguna IA puede (aún) hacer bien: imaginar futuros, tomar decisiones con incertidumbre, generar confianza y liderar.


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