Por Pablo Regent, decano del IEEM
Suele suceder en nuestro Uruguay políticamente correcto que la acción de cooperar está mucho mejor vista que la acción de competir.
Cuando de alguien se dice que es “competitivo”, en cierta medida se está haciendo un juicio con tinte negativo. Competir no está mal…, en abstracto, pero que alguien sea competitivo, ya es otra cosa muy diferente. Por otra parte, el adjetivo cooperativo es en sí mismo bueno aunque de por sí no debería serlo. Competir y cooperar no son dos opciones por las que se elige, sino que son dos acciones que en cada momento una u otra es la mejor respuesta al problema que se enfrenta. Según la Real Academia Española, cooperar es “obrar juntamente con otro u otros para la consecución de un fin común”, mientras que competir quiere decir “contender entre sí, aspirando unos y otros con empeño a una misma cosa”. Como se ve, una persona habrá de competir o cooperar dependiendo de si el logro que persigue admite ser considerado un fin común o si, por el contrario, necesariamente, se trata de un bien que solo uno u otro puede alcanzar.
Competir y cooperar son dos acciones muy diferentes pero mucho más complementarias de lo que en general se piensa. Tanto sucede en el deporte como en la vida laboral, social o de la cosa pública. Más allá de que hay personas que por razones intrínsecamente personales están impedidas de una u otra acción, lo cierto es que todos cooperamos un poco y competimos otro tanto. Aunque parezca mentira, hasta el percibido como el más competitivo de la clase solo compite cuando le es imprescindible, a la vez que coopera en todo lo que puede. Parafraseando la enunciación del principio de subsidiariedad, el dilema entre competir y cooperar podría resumirse como tanta competición como sea necesario y tanta cooperación como sea posible.
MÁS COOPERATIVOS QUE COMPETITIVOS
Todas las culturas muestran un sesgo diferente entre estas dos formas de convivencia. En la zona de indiferencia unas optan por cooperar y otras, en cambio, por competir. La sociedad uruguaya claramente se ubica entre las primeras. No es raro que así sea, es muy propio de las sociedades de herencia ibérica, principalmente las latinoamericanas y también las europeas del mediterráneo. Este sesgo se relaciona mucho con otro que refiere a la adjudicación de la buena o mala fortuna a la suerte y a factores exógenos por encima de lo que depende del esfuerzo y habilidad personal. Lógico, si el uruguayo medio hace un acto de fe en que su éxito depende de la suerte o de terceros, su preferencia por competir no va a ser muy destacada.
Quizás en el único aspecto en que este bias tan marcado se revierte es cuando se refiere a la actividad deportiva. El uruguayo acepta gustosamente, desde la más tierna infancia, que para el deporte lo que vale es competir y que los que alcanzan un lugar en el equipo son solo los mejores. Acá nada de apostar al igualitarismo vernáculo. El que es bueno va de titular y el que no al banco. Sea en edad escolar o en etapa profesional. Si en el mundo laboral al que le va mejorar se lo asocia con el “algo habrá hecho”, en el mundo escolar se llega hasta el absurdo de que el Parlamento analice la bondad de que en la escuela la bandera rote entre toda la clase. Pero en el equipo de fútbol, el de esa misma clase de quinto grado o en el muy profesional Nacional o Peñarol, a nadie se le ocurre reclamar tamaña originalidad.
Algo está mal cuando la bandera rota. Algo está mal cuando se roba a los ciudadanos la posibilidad de luchar por destacar y ser mejores en la ciencia, en las letras, en la empresa o en cualquier otra disciplina no deportiva. Si nuestra sociedad solo se va a quedar con la opción de competir en el deporte —en el fútbol debería decirse, pues en nuestro país una cosa es casi sinónimo de la otra—, oscuro es el futuro para las nuevas generaciones de uruguayos. Dejemos que en cada situación nos comportemos como la circunstancia lo exige. Competir es sano cuando sirve de estímulo para dar lo máximo. No es malo reconocer al estudioso y señalarlo positivamente como un ejemplo a seguir. Si es lo que se hace con el goleador o con el que corre más rápido. Más aún, perversamente, al que destaca en lo intelectual no solo no se lo reconoce sino que hasta en ocasiones se lo humilla tratándolo de “traga”, como si solo tuviera valor sacar buenas notas por ser inteligente pero no por aplicarse a la tarea. Al final del día, los que triunfan en lo que importa, en la ciencia y en la medicina por decir apenas dos campos relevantes, son los que han aceptado el difícil compromiso de dar el máximo. Ayudémoslos a encontrar incentivos para hacerlo, contribuyamos a que desde jóvenes puedan saborear el acicate de la competencia, con el sano interés de ser los mejores. Si nuestra sociedad insiste en matar esta cualidad tan humana desde la más tierna infancia, no podremos luego quejarnos de que somos un colectivo donde reinan los mediocres.
Publicado en Café & Negocios, El Observador, 21 de setiembre de 2016. Caricatura: Salvatore