Por Carlos Folle, profesor del IEEM
Para medir el éxito en la vida no debemos centrarnos solo en la carrera profesional, ni tomar como vara lo que vemos “de fuera” de los “exitosos”.
Hace un tiempo leía un libro de Clayton Christensen, prestigioso profesor de la escuela de negocios de Harvard, y destacado investigador en los temas de innovación. El libro se titula “¿Cómo medirás tu vida?” y es lo que me dispara para escribir este artículo.
Lo que motiva a Christensen a escribir este libro es la observación de la secuencia de reuniones de graduados del MBA de Harvard que suelen realizarse luego de 5 años, 10 años, 15 años, etc. Al analizar esta secuencia de fotos de su clase, él compara en particular lo que al principio era una promesa de desarrollo personal y profesional, con el desarrollo posterior: éxitos, logros, dinero, prestigio, etc. Lo que le llama la atención es el altísimo porcentaje de compañeros suyos que detrás de todos estos éxitos eran claramente infelices. Siendo los principales motivos: no disfrutar del trabajo que estaban realizando, las historias de sucesivos divorcios, las malas relaciones con hijos, padres, hermanos, etc. Insatisfacción con su vida personal, fracasos familiares, conflictos en lo profesional —algunos terminando incluso con conductas criminales— todos eran denominadores comunes de la infelicidad observada.
Claramente, los que terminaron en estas trampas no tenían una estrategia deliberada para acabar así. Sin embargo, si se retrotraía al momento en que se graduaron, él pensaba lo difícil que hubiera sido predecir que esta selecta élite de personas inteligentes, competentes y altamente preparadas —que tenían muchísimo para ofrecer al mundo— terminaría cayendo en estas situaciones. Por supuesto —injusto sería no resaltarlo— que reconoce que hay muchos otros de sus compañeros que terminaron siendo ciudadanos ejemplares y gente de bien.
Como buen investigador, Christensen pretende desarrollar una teoría para intentar predecir cuándo estas situaciones tienen una mayor probabilidad de ocurrir. A tales efectos, cada año comienza su curso en Harvard enfrentando a los participantes con las siguientes preguntas. ¿Cómo puedes asegurarte de que: 1) serás exitosa/o y feliz en tu carrera profesional?; 2) ¿tus relaciones con tu marido o mujer, hijos, padres, hermanos y amigos cercanos serán para ti una fuente duradera de felicidad?; y 3) ¿vivirás una vida íntegra que entre otras cosas evitará que te procesen criminalmente?
Estas preguntas que aparentemente son muy sencillas encierran una complejidad muy importante. Estoy seguro de que muchos lectores habrán tenido experiencias similares a las que explicaré a continuación al encontrarse con amigos que luego de 25-30 años de trabajo se preguntan por qué eligieron una determinada profesión. Tengo muy presente a un amigo escribano que de chico vio a una persona que se detenía con su auto deportivo en la casa del vecino. Inmediatamente, el niño le pregunta al vecino “¿cómo hizo ese señor para comprarse ese auto?”. Su vecino le contestó que era un escribano muy exitoso. Desde ese día el niño se propuso ser escribano. Y lo fue por 30 años. Habiendo tenido una carrera destacada, hoy, 30 años después, termina por darse cuenta de que no era lo que le hubiera gustado hacer con su vida profesional. O sea, que no todo lo que brilla es oro, y es preciso analizar detenidamente las motivaciones detrás de decisiones tan trascendentes.
El éxito en las empresas familiares
Ahora, volviendo a las preguntas que hace Christensen, quisiera trasladarlas al ámbito específico de las empresas familiares. Las empresas familiares son aquellas en que —entre otras características bastante singulares— hay un proyecto común, es decir, que existe un interés particular en perpetuar en el tiempo la obra o el sueño iniciado por el fundador, y esto marca los valores que se trasmiten de generación en generación. Lo que sucede es que para lograr perpetuar este sueño hacen falta varias cosas: competencia profesional, inteligencia emocional para poder trabajar con familiares y terceros no familiares, virtudes como la diligencia, el sacrificio, la magnanimidad, el espíritu de servicio, el respeto por el otro —por su trabajo y su autoridad, cualquiera sea su posición en la familia o fuera de ella— al igual que por sus valores y creencias. Cuando esto se da, normalmente la empresa familiar le saca gran ventaja a la no familiar, en la que las decisiones suelen ser más políticas y pueden dilatarse un poco más en el tiempo. Pero lo más importante es que terminan siendo una fuente de satisfacción, realización y felicidad tanto para los familiares como para los no familiares que trabajan en ella.
Por el contrario, es una pena ver cómo en algunas empresas familiares, los egos, las desconfianzas, las inseguridades por incompetencia, la envidia, la competencia desleal y el afán de protagonismo desmedido terminan por destruir a la empresa y —en paralelo— a desmembrar a la familia. Y esto suele ocurrir a cualquier nivel: entre padres e hijos, cónyuges, hermanos, primos, etc.
En columnas anteriores me han visto citar la baja tasa de supervivencia de las empresas familiares al traspasarse de generación en generación. La pregunta que me hago y traslado al lector es: aun aquellas que logran hacerlo, ¿a qué costo familiar lo hacen tomando en cuenta las tres preguntas arriba mencionadas? ¿Qué debería hacer el fundador —si tuviera el don de poder ver el futuro— para evitar las situaciones no deseadas?
Publicado en Café & Negocios, El Observador, 15 de noviembre de 2017.