Por Margara Ferber, profesora del IEEM
“Permiso, ¿tenés un momentito? Son solamente cinco minutos, no te quiero sacar tiempo”.
“Quizás estoy en un error, probablemente no sea importante, seguramente ya lo pensaste, pero…”.
¿Te suenan conocidas estas formas de expresarse? Si tuvieras que adivinar quién las dice, ¿dirías un hombre o una mujer? ¿Por quién apostarías?
En su libro, How Women Rise, Marshall Goldsmith y Sally Helgesen nos cuentan cuáles son los doce (malos) hábitos que impiden que las mujeres alcancen mayores puestos de liderazgo. Minimizar es uno de ellos.
Inconscientemente, las líderes nos minimizamos. En el habla y en el lenguaje corporal. Y así mandamos señales equivocadas sobre nosotras mismas. Parecemos amateurs y poco comprometidas con la causa. También, muy inseguras.
¿Qué nos impulsa a comunicarnos así? ¿Por qué el tiempo del otro sería más valioso que el propio? ¿Cuál es la necesidad de abrir el paraguas —como se dice coloquialmente— en lugar de afirmar con soltura? El sobreuso de la palabra solamente, y la aclaración de que lo que tenemos que decir no es importante, automáticamente nos coloca en un escalón inferior y dispone a nuestro interlocutor a escucharnos con media oreja.
“Probablemente, ya lo pensaste”. Hace un tiempo, trabajé este tema en sesiones de coaching con una directiva. El detonante fue una experiencia laboral que la frustró; el motivo, que no habló con suficiente firmeza. Lanzaban un producto nuevo y ella, que contaba con experiencia en esa área, notó varias fallas que podían ponerlo en jaque. Tímidamente, porque hacía poco que integraba el consejo directivo de la empresa, alertó a los demás, pero nadie pareció escucharla. “Yo no me las sé todas”, se dijo entonces, “debo de estar equivocada”. La seguridad que irradiaba el gerente del proyecto era contagiosa; lo suyo probablemente era una percepción. Así que acalló sus dudas y acompañó con el debido entusiasmo. “El producto fue un fracaso. Acompañé una muerte anunciada”, me comentó, antes de cuestionarse por qué no se había hecho escuchar.
Las mujeres solemos tener un estilo lingüístico diferente del masculino, nos cuenta Deborah Tannen en su artículo “The power of talk, who gets heard and why”. Cuando hablamos, comunicamos ideas, pero también nos posicionamos socialmente. Por ejemplo, si le decimos al otro: “¡Venite!”, nos estamos colocando en un lugar superior al de nuestro interlocutor, o estamos demostrando enojo, o que estamos en un ámbito de confianza como para hablarle así. Pero si le decimos: “Sería un honor para mí que vinieras”, estamos demostrando respeto o ironía, dependiendo del tono de voz, la situación y la cercanía con esa persona.
Según Tannen, lo que es natural para un hombre al expresarse es diferente de lo que es natural para una mujer. Apoyada en diversos estudios, afirma que esto viene de nuestras experiencias en la infancia. Las niñas suelen jugar con una mejor amiga o en grupos pequeños, y usan el lenguaje para negociar cercanía. La mayoría crecen con la creencia de que mostrarse muy seguras de sí mismas las hace poco populares. “Es una mandona”, decimos de la que nos indica qué hacer. Por el contrario, los varones juegan en grupos más grandes, pero no todos son tratados en forma igualitaria. Suele haber un par que son vistos como líderes, porque son más habilidosos, saben más, son mejores deportistas. Dar órdenes es parte de su estatus. Nuestros modelos mentales son tan distintos que las conversaciones entre hombres y mujeres pueden tener trabas asimilables a las que presentan las comunicaciones multiculturales. Y en el mundo empresarial, que es mayoritariamente masculino y se fundó sobre sus reglas, las mujeres tenemos todas las de perder.
Cuando hablamos, la mayoría de las mujeres tendemos a mostrar menos seguridad de la que realmente sentimos, mientras que la generalidad de los hombres minimiza sus dudas. Tannen afirma que inclusive la elección de un pronombre puede decidir quién se queda con el crédito. Las mujeres usamos mucho más el nosotros que el yo. De hecho, esta característica complementa otro de los (malos) hábitos que desarrollamos: la renuencia a explicitar nuestros logros. Nos parece que no es necesario o que tenemos que darle crédito a todo el equipo. Nos preocupa que nos tilden de orgullosas o de malas compañeras. Pretendemos que los demás se den cuenta solos de nuestro valor y nos aplaudan como corresponde. Mientras tanto, nuestros éxitos se diluyen u otros se llevan las cucardas.
Además de minimizarnos en el habla, las mujeres también tendemos a replegarnos físicamente. Sally Helgesen cuenta que se percató de esto cuando dictaba una conferencia. Las mujeres señalaban dónde había lugares libres a los que llegaban tarde, al tiempo que se achicaban a su mínima expresión para hacer espacio. Observó que este es un comportamiento típico en nosotras, que nos hace mucho daño como directivas. Cuando apretamos los brazos contra el cuerpo, bajamos la cabeza y nos hacemos lo más chiquitas posibles, perdemos la posibilidad de proyectar autoridad y poder, e inconscientemente le estamos enviando este mismo mensaje a nuestro cerebro (y al resto de los presentes): “Soy poquita cosa. No te fijes en mí”.
La buena noticia es que esto puede cambiarse. Así como, cuando nos achicamos, nos sentimos menos, cuando hacemos el esfuerzo consciente de levantar la cabeza y ocupar más espacio, nos sentimos más poderosas. Amy Cuddy, una psicóloga social, afirma que el lenguaje corporal moldea nuestra identidad. Basada en múltiples investigaciones, propone varias técnicas para dirigir el cambio. Entre ellas, que nos paremos delante del espejo y por varios segundos miremos nuestra imagen mientras posamos con las manos en la cintura como la Mujer Maravilla. Cuesta hacerlo —una se siente un poco tonta—, pero funciona —no hay que olvidarse de poner la tranca—.
Para que se nos perciba como mejores líderes, la clave está en crecer en presencia. Una investigación de Susan David, publicada en el libro Agilidad emocional, demuestra que, cuando una directiva logra ser percibida por una audiencia como que está totalmente presente, sus palabras reciben tanta atención como las de un hombre. Crecer en presencia implica liberar nuestra atención de los múltiples ruidos que nos rodean para enfocarla en lo que deseamos, algo que las tecnologías dificultan. Las mujeres solemos jactarnos de que somos excelentes haciendo multitasking, pero lo cierto es que este expertise se basa en fragmentar la atención, y eso va en detrimento de nuestra presencia, además de que desgasta mentalmente. Sentirnos más poderosas es una cosa, olvidarnos que la Mujer Maravilla existe solamente en la pantalla, otra muy distinta.
Como directiva, trabajo y animo a otras mujeres a trabajar por la igualdad de oportunidades. Estoy convencida de que tenemos mucho para aportar, desde un lugar complementario, a un entorno que fue creado por hombres y para hombres. Pero, como mujer que busca conocerse y corregir sus falencias, descubro muchas barreras autoimpuestas que son parte fundamental de lo que me impide avanzar. Minimizarme es una de ellas. Y tengo pruebas de que no soy original en esto.